jueves, 18 de abril de 2013

MÁS ALLÁ DE LA MUERTE


L FUTURO DEL HOMBRE FUERA DEL ESPACIO Y DEL TIEMPO

 

            Hablando del futuro del hombre cabe plantear el problema de dos modos muy distintos. ¿Cómo serán los hombres del futuro nacidos de forma artificial y mecánica al margen del amor? Es la cuestión del denominado “hombre bioético”. La segunda forma de plantear el problema se refiere a cuál será el futuro o destino final de cada ser humano en particular más allá de la muerte, abstrayendo de si fue traído a esta vida por la vía de amor o de la tecnología pura y dura. Quisiera hacer algunas reflexiones sobre este segundo enfoque del problema. Nos encontramos ante una cuestión troncal de la existencia humana sobre la cual es inútil pasar intelectualmente de largo y la respuesta implica algunas aclaraciones importantes sobre el tiempo, la eternidad y el más allá de la muerte. El tiempo es la duración de las cosas sujetas a movimiento. En todo movimiento hay un punto de partida y otro de llegada, y decimos que algo o alguien se está moviendo cuando nos percatamos de que transita o está cubriendo la distancia entre esos dos puntos de referencia, lo que nos permite hablar de pasado, presente y futuro. Cualquier persona normal entiende lo que fue su pasado y lo que es su presente. Pero uno de los grandes enigmas de nuestra existencia consiste en saber  cuál será nuestro futuro más allá de la muerte.

         La cultura griega nos ha legado una concepción cíclica del tiempo formulada en el aforismo filosófico: “Nada se crea ni se destruye. Todo se transforma”. Con lo cual se quiere decir que nada en esta vida es realmente nuevo sino una repetición cíclica del pasado. La misma idea es expresada en el lenguaje popular cuando se dice: “La historia se repite”. O “nada nuevo bajo el sol”. Sin embargo, como ocurre con casi todos los aforismos y refranes populares, cuando se los somete a un análisis riguroso con la lupa de la razón, su aparente cercanía a la realidad resulta a veces bastante dudosa. La verdad es que, por más que estemos convencidos de lo contrario, el pasado como tal no se repite nunca. Quien tiene 80 años de edad, por ejemplo, nunca volverá a ser como cuando tenía 20, aunque sea la misma persona. Al menos por ahora, sin que haya razones sólidas para pensar que en los siglos venideros esta situación vaya a cambiar. Cabe pensar con fundamento que el desamor y las guerras van a continuar en el futuro. Pero no como repetición del pasado ya que los que en el pasado guerrearon y se odiaron habrán muerto ya todos en un futuro próximo. Serán otros perros con otros collares cometiendo sus propias tropelías. A veces ocurre que una persona sale ilesa de un accidente que pudo ser mortal y exclama: “Hoy he nacido”. Es una ilusión. Si el accidente nos ha ocurrido a la edad de 70 años, por ejemplo, es inútil creer que acabamos de nacer. Esa expresión sólo tiene sentido como expresión emocional de alegría al vernos libres de la muerte en aquél momento dado. Pero nuestra “vida sigue” quemando sus etapas naturales sin marcha atrás.

         Con estas observaciones sólo quería recordar que la concepción cíclica del tiempo no se corresponde con la realidad. No en vano se dice: “¡Cómo pasa el tiempo!”. “Pasan los años rápidamente”; “corre el tiempo volando”. Cuando éramos niños un año de espera nos parecía larguísimo. Cuando somos entrados en años nos parece que el tiempo pasa veloz y que el día de nuestro onomástico o cumpleaños llega antes. El tiempo como medida de los seres en movimiento es una categoría subjetiva, un ente de razón, que se esfuma ante nosotros y con nosotros como espuma ente un ligero soplo. El tiempo es como la flor del heno o del almendro. Cuando más florido creemos que está se agosta y se seca para dar paso a otra flor que nunca será ya la misma que ha fenecido. ¿Cómo será nuestro futuro? ¿Como la flor del almendro que florece gloriosa, se seca y muere para dar paso a otra distinta? ¿O permaneceremos todos floridos y felices en el almendro “in veci vecilor”, por los siglos de los siglos? En caso afirmativo, ¿dónde? ¿En este mundo dentro del espacio y del tiempo cósmico o allende la muerte? Esta es la cuestión que, una vez que el uso de la razón se ha activado correctamente hemos de afrontar so pena de poner en tela de juicio nuestra honestidad intelectual.

         Para responder a esta fascinante cuestión me parece oportuno recordar la concepción del tiempo en la cultura griega clásica para compararla con la visión judeo-cristiana del mismo. Según la filosofía griega clásica, en efecto, la vida humana estaba regida por el destino inexorable frente al cual se imponía la resignación. Los que trataban de obviar este presunto destino trágico eran tenidos por héroes tal como son descritos en la literatura de los autores trágicos. Ante la concepción cíclica del tiempo el ser humano estaba fatalmente condenado a disfrutar o sufrir lo que estaba de turno. En la cultura griega clásica, como en casi todas las civilizaciones antiguas, el tiempo va degenerando a partir de una época de oro inicial. Es aquello de que “todo pasado fue mejor”. En consecuencia, ese presunto pasado áureo se toma como punto de referencia para la construcción del presente. La esperanza en el futuro como tal no tiene cabida. Es una cultura con presente modelado por el pasado pero sin futuro propiamente dicho. El futuro no es más que una reactivación constante de un presunto pasado áureo. De ahí el pesimismo de fondo inherente a la concepción cíclica del tiempo.

         La concepción judeo-cristiana del tiempo, en cambio, sin desprenderse de un presunto “pasado áureo” distinto del griego, presenta una visión escatológica del tiempo. Lo cual significa que el tiempo se basa en el cumplimiento de promesas hechas por Dios. Es la concepción del tiempo teológico. Según los filósofos griegos, el mundo en que vivimos, el cosmos, no ha tenido origen ni tendrá fin. Ya lo hemos dicho: “nada se crea ni se destruye. Todo se transforma” de forma indefinida. En la cosmo-visión  judeo-cristiana del tiempo, en cambio, el mundo ha sido creado y está abocado a su propio fin. La visión circular del tiempo se rompe y es sustituida por la concepción lineal en la que hay un punto de partida y un final de plenitud. Por lo mismo, durante el tránsito o movimiento cabe hablar con propiedad de pasado, presente y futuro. Las personas normales, como buenos conductores del vehículo de nuestras vidas, durante el viaje miramos oportunamente al retrovisor para tomar cuenta del pasado, de nuestros orígenes. Pero con la memoria y la vista puestas en el destino final de nuestro viaje, instalados en el presente del volante que es el uso actual de la razón.

         Pero hablando de la cosmo-visión  judeo-cristiana del tiempo hay que hacer algunas matizaciones importantes. Para los griegos el tiempo, hemos dicho, era un concepto abstracto sobre el que se puede pensar al margen de los acontecimientos históricos. Algo así como un formulario o estuche mental que se llena con los acontecimientos. Para la cosmo-visión bíblica judía, en cambio, era inimaginable el tiempo sin acontecimientos. Ambos elementos están indisolublemente vinculados. De hecho, son los acontecimientos los que miden o determinan el tiempo, y no al revés. Tampoco cabe hablar antitéticamente del binomio eternidad-temporalidad. Cuando en el Antiguo Testamento se habla de vida eterna se entiende como perpetuidad en el espacio y el tiempo. Por ejemplo, las invocaciones del salmista a Dios para que le libre de la muerte reflejan la convicción o creencia de que con la muerte se acaba todo. Para los judíos la llegada de la era mesiánica equivalía de hecho a la perpetuación en el tiempo y en la tierra de la supremacía del pueblo de Israel sobre todos los pueblos como el verdadero intérprete de los designios de Dios sobre la creación.

         En el cristianismo, en cambio, la vida eterna es una dimensión atemporal entendida como perpetuidad fuera del espacio y del tiempo. La vida eterna en clave cristiana presupone nuestra salida de este mundo por el túnel de la muerte. En el cristianismo la llegada del Mesías encarnada en la persona de Cristo significa la plenitud teológica de los tiempos en el sentido de que se abre una perspectiva de futuro fuera del tiempo y del espacio geográfico que supone el paso necesario e inexorable por la muerte. Lo mismo que en el judaísmo, el tiempo es historia entendida como un abigarrado tejido de acontecimientos y el resultado de encuentros y desencuentros entre la libertad de Dios, que lleva la iniciativa, y la libertad del ser humano que responde afirmativa o negativamente a las iniciativas o planes de Dios.

         En todo caso interesa destacar lo siguiente. La eternidad en clave cristiana es una dimensión atemporal. Pero la vida en este mundo es irremisiblemente temporal. Surge, se desarrolla y fenece en un espacio físico y geográfico limitado y finito en el que hay que afrontar el trago de la muerte. Pero esto no es todo ya que no todo se lo come la tierra. Existe la esperanza de prolongar la vida allende la muerte fuera del espacio y el tiempo. La fórmula final de la oración cristiana que reza así: “por los siglos de los siglos”, tiene dos claves de interpretación. Según la mentalidad griega y bíblico-judía significa perpetuidad en el tiempo sin pasar por la muerte. Según la mentalidad cristiana, en cambio, significa perpetuidad de la vida “fuera de los siglos”, es decir, que tal perpetuidad se consumará sólo después de la muerte fuera ya del tiempo y del espacio. La cuestión ahora es saber si existe algún dato real que avale esta nueva perspectiva esperanzadora de perpetuidad existencial fuera del espacio y del tiempo. Y más aún si a esa perpetuidad va asociada la felicidad o la desgracia humana.

         Personalmente he de confesar que la única respuesta a esta pregunta troncal que me ha convencido hasta ahora es la de Jesucristo ratificando todo lo que dijo e hizo durante su vida mortal con su muerte y resurrección. Soy consciente de que con esta confesión he tocado un tema muy sensible directamente vinculado a la fe religiosa y que muchos pudieran considerar ajeno al problema del uso de la razón, incluso por algunos teólogos cristianos. Pienso, no obstante, que una de las características del sano uso de la razón consiste en tener la inteligencia como una ventana abierta a la realidad universal sin minimizarla y sin prejuicios. Si Jesucristo nació, vivió y murió en Palestina durante el mandato colonial de los romanos, un historiador serio no puede pasar por alto este hecho histórico bajo el pretexto de que tiene connotaciones religiosas. El historiador puede tener sus buenas razones para aceptar o no el pensamiento religioso de Jesucristo. Pero si es un profesional objetivo y serio no tendrá más remedio que hablar de la realidad histórica de Cristo como debe hacerlo de cualquiera otro personaje importante de la historia. Igualmente, si es verdad que Cristo fue condenado a muerte en Jerusalén, y después de muerto y enterrado reapareció vivo durante un período de tiempo, nos hallamos ante un hecho histórico ya que tuvo lugar en un espacio físico identificado y en un momento de la historia de la humanidad relativamente bien conocido. Algunos dirán que la cuestión de la resurrección de Cristo es un asunto de fe y no de historia. Disiento por completo de este punto de vista de los teólogos y biblistas que hablan del Cristo histórico y del Cristo de la fe como si la realidad personal de Cristo se la pudiera rajar por la mitad como una sandía. Cuando Pablo de Tarso habla de la resurrección de Cristo como la prueba de fuego de la fe cristiana se está refiriendo a un hecho del que él no ha sido testigo personal directo, pero que ha ocurrido como un acontecimiento histórico tan objetivo y real que sólo por fanatismo o ceguera mental se puede negar.

         Todo apunta a que la resurrección de Cristo fue un hecho real consumado en el tiempo y el espacio verificado por muchas personas en base a hechos reales. Ahora bien, si fue así, la resurrección de Cristo fue un hecho histórico trascendental ante el cual ningún historiador serio puede mirar para otra parte. Y lo mismo puede decirse de cualquier pensador o filósofo serio comprometido con el uso de la razón y la realidad universal. La inteligencia tiene que estar abierta siempre a todo lo real, sea cual fuere su naturaleza: física, filosófica o teológica. No puede haber sano juicio fuera de la realidad. Insisto. La resurrección de Cristo, clave única conocida para responder satisfactoriamente al interrogante sobre el futuro del hombre y su felicidad más allá de la muerte, tuvo lugar en el espacio y el tiempo y, por lo mismo, debe ser insertado en el contexto de la realidad universal. Por lo mismo, tiene pleno sentido metodológico someter ese hecho a verificaciones históricas permanentes y ser considerado por los pensadores y filósofos como materia de reflexión humana. Dicho lo cual, hay que añadir una matización importante.

         Cuando los cristianos actuales, después de 20 siglos de historia, se dirigen a Cristo como líder religioso, es obvio que lo hacen movidos por la fe recibida y no por haber conocido personalmente a Cristo antes y después de resucitar de entre los muertos. Algo así como cuando se celebra una fiesta familiar para festejar la memoria de un tatarabuelo famoso al que ninguno de los festejantes conoció. Pero ningún tataranieto es tan insensato que niegue la existencia histórica de su tatarabuelo por el mero hecho de que no pudo conocerlo personalmente. La existencia real y los hechos de un tatarabuelo no dependen de la edad o de la memoria de sus tataranietos. El tema de la resurrección de Cristo no puede ser tratado exclusivamente como hecho histórico. Ha de ser tratado también y sobre todo como objeto de fe teológica. Ahora bien, aquí me parece oportuno recordar algo importante que los teólogos cristianos no han valorado en su justa medida. Me refiero a la escena de Tomás relatada por Juan.

         Cuando sus compañeros le dijeron a Tomás (Dídimo) que habían visto a Jesús vivo después de haber sido ejecutado en una cruz y enterrado, Tomás reaccionó espontáneamente aplicando al caso el dicho popular “hay que verlo para creerlo”. O para ser exactos: “Si no veo en sus manos la señal de sus clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré”. Al cabo de una semana Tomás se encontró cara a cara con Cristo, el cual accedió gustoso a la prueba de verificación física reclamada por Tomás. Su comprensible desconfianza de la semana anterior quedó plenamente desautorizada por la objetividad realista de la evidencia y se abrió a  la realidad. Es entonces cuando el propio Cristo en su  respuesta verbal a Tomás definió las dos formas de fe cristiana que han estado siempre en vigor. Jesús le dijo: “Porque me has visto has creído; dichosos los que sin ver creyeron”.

         Cuando en el lenguaje corriente decimos que “hay que ver para creer” estamos aludiendo a hechos de tal naturaleza que desbordan los cauces y las previsiones ordinarios de la vida. En principio no se niega que puedan ocurrir. Pero sería imprudente aceptarlos como hechos reales antes de tener pruebas efectivas de que han tenido lugar. Contemplamos un incendio impresionante arrasando miles de hectáreas de bosque. Cuando se confirma que el incendio ha sido provocado nos quedamos estupefactos ante el hecho y musitamos en voz baja: ¡hay que ver hasta dónde puede llegar la venganza humana. Hay que verlo para creerlo!. Si este caso lo cotejamos con atentados terroristas o cualquier acto de violencia, no salimos de nuestra admiración teniendo que aceptar como real lo que idealmente nos parece inimaginable. Hay acontecimientos ante los cuales hasta los ciegos exclaman: “hay que verlo para creerlo”. Pero una vez visto ya no caben dudas razonables.

         Pues algo así les ocurrió a los que tuvieron la oportunidad de verificar con sus propios ojos, manos y oídos cómo Cristo fue muerto y sepultado y se lo encontraron después vivo y activo como nunca durante algún tiempo hasta que se despidió definitivamente desapareciendo de su vista. Los que tuvieron esta oportunidad de conocerle personalmente cara a cara en diversos momentos y lugares de Palestina creyeron en El después porque le habían visto y oído. Su fe estaba afianzada inicialmente en la realidad histórica de la persona de Cristo y de sus hechos, entre los cuales el más relevante fue el de su vuelta a la vida después de muerto. Todos los demás cristianos, en cambio, inicialmente creen en Cristo sin haberlo visto ni oído cara a cara en ningún lugar y su fe puede ser confirmada con pruebas históricas objetivas. En resumidas cuentas, que hay dos categorías de creyentes cristianos: la de los apóstoles o testigos personales directos de la muerte y resurrección de Cristo, y la del resto que creen sin haber tenido esa privilegiada oportunidad. La naturaleza teológica de la fe de los unos y de los otros es la misma pero no así el motivo inicial de creer. La fe cristiana es como el carácter humano de todos los niños que nacen. Todos son humanos pero no todos han sido concebidos o han nacido de la misma forma.

         Para Pablo de Tarso, y para todos los que saben de qué va su fe cristiana, el asunto de la resurrección de Cristo es crucial. Si Cristo no hubiera resucitado volviendo a la vida después de muerto, el problema de nuestro futuro después de la muerte seguiría sin repuesta y todos los esfuerzos cristianos a favor de la humanidad estarían condenados al fracaso. Pero contra esta presunta fatalidad está la realidad histórica de la resurrección de Cristo verificada por los apóstoles y la fe teológica pura del resto de los cristianos corroborada por su historia personal y colectiva. La conocida objeción técnica del “sepulcro vacío” no afecta en absoluto al realismo histórico del hecho de la resurrección de Cristo. Negar el hecho de la resurrección de Cristo porque en el momento preciso de su vuelta a la vida no hubiera nadie allí junto a la tumba para tomar nota del acontecimiento es una simpleza intelectual.  Es algo así como si alguien afirmara que sólo fue realidad aquello de lo que quedó constancia por escrito  o que tuvo lugar ante periodistas u observadores de oficio.  O como si un padre se negara a reconocer a su hijo porque no pudo estar presente en el parto de su mujer o que los jóvenes del año 2020 nieguen la realidad histórica de la segunda guerra mundial o del holocausto porque ellos todavía no habían nacido. Histórico es todo aquello que tiene lugar en el espacio y el tiempo. Ahora bien, todo apunta a que la resurrección de Cristo tuvo lugar en un lugar geográfico de Palestina y en un momento histórico concreto relacionado con la ocupación de Palestina por Roma. Esto es lo esencial para la historicidad del acontecimiento. La fe cristiana que estuviera desligada de la realidad de este insólito acontecimiento no sería verdadera fe cristiana. La historicidad y la fe en este caso son diferentes pero van unidas como la uña y la carne. Así pues, es un error teológico grave hablar del Cristo histórico y del Cristo de la fe como si el primero no hubiera existido tal como lo presenta la Iglesia, y el segundo fuera una superestructura teológica de conveniencia eclesial. Por lo mismo, la presunta dificultad del “sepulcro vacío” sólo tiene interés epistemológico. Una cosa es la realidad o hecho contrastado de la vuelta de Cristo muerto a la vida, y otra la explicación del fenómeno o la percepción subjetiva que unos u otros podamos tener del mismo.

         Otra observación importante es la siguiente. La resurrección de Cristo no consistió en revivir después de muerto para vivir perpetuamente en esta vida terrenal. Lázaro, por ejemplo, fue resucitado pero para volver a morir. Cristo, en cambio, resucitó a una vida nueva no terrenal para no morir más. Por ello, nuestra resurrección en Cristo consistirá en dejar esta vida pasando por la muerte para no morir más quedando vinculados a una dimensión nueva de la existencia distinta de la que dejamos en este mundo. Con la particularidad consoladora de que no habrá dolor ni miedo, y sin marcha atrás. Esta nueva dimensión de nuestra existencia más allá de la muerte, fuera del tiempo, del espacio y de las leyes de la corporeidad, será “sine fine”, o sea, perpetua. Es lo que se denomina la vida eterna en el reino de los cielos anunciado por Cristo, donde Dios tendrá siempre la primera y última palabra inundando nuestra vida de amor y de paz. Con razón Pablo pudo exclamar felizmente asombrado que ni el ojo vio ni el oído oyó jamás cosas tan maravillosas como las que Cristo prometió a los que viven en la esperanza y el amor personal del que he hablado ampliamente en mi libro “La aventura del amor” (Ed. Vision Libros, Madrid 2013). NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

CRISTO RESUCITADO